LA LLUVIA
ARTURO USLAR PIETRI, (Caracas, Venezuela,
15/5/1906 – Caracas, 26/2/2001)
La luz de la luna
entraba por todas las rendijas del rancho y el ruido del viento en el maizal, compacto
y menudo como de lluvia. En la sombra acuchillada de láminas claras oscilaba el
chinchorro lento del viejo zambo; acompasadamente chirriaba la atadura de la
cuerda sobre la madera y se oía la respiración corta y silbosa de la mujer que
estaba echada sobre el catre del rincón. La patinadura del aire sobre las hojas
secas del maíz y de los árboles sonaba cada vez más a lluvia, poniendo un eco
húmedo en el ambiente terroso y sólido. Se oía en el hondo, como bajo piedra,
el latido de la sangre girando ansiosamente. La mujer sudorosa e insomne prestó
oído, entreabrió los ojos, trató de adivinar por las rayas luminosas, atisbó un
momento, miró el chinchorro quieto y pesado, y llamó con voz agria.
— ¡Jesuso!
Calmó la voz esperando
respuesta y entre tanto, comentó alzadamente:
— Duerme como un palo.
Para nada sirve. Si vive como si estuviera muerto...
El dormido salió a la
vista con la llamada, desperezóse y preguntó con voz cansina:
— ¿Qué pasa Eusebia?
¿Qué escándalo es ése? Ni a la noche puedes dejar en paz a la gente.
— Cállate, Jesuso, y
oye.
— ¿Qué?
— Está lloviendo,
lloviendo, ¡Jesuso! Y ni lo oyes. ¡Hasta sordo te has puesto!
Con
esfuerzo, malhumorado, el viejo se incorporó, corrió a la puerta, la abrió
violentamente y recibió en la cara y en el cuerpo medio desnudo la plateadura
de la luna llena y el soplo ardiente que subía por la ladera del conuco
agitando las sombras. Lucían todas las estrellas. Alargó hacia la intemperie la
mano abierta, sin sentir una gota.
Dejó caer la mano,
aflojó los músculos y recostóse en el marco de la puerta.
- ¿Ves, vieja loca, tu
aguacero? Ganas de trabajar la paciencia.
La
mujer quedóse con los ojos fijos mirando la gran claridad que entraba por la
puerta. Una rápida gota de sudor le cosquilleó la mejilla. El vaho cálido
inundaba el recinto.
Jesús
tornó a cerrar, caminó suavemente hasta el chinchorro, estiróse y se volvió a
oír el crujido de la madera de la madera en la mecida. Una mano colgaba hasta
el suelo resbalando sobre la tierra del piso. La tierra estaba seca como una
piel áspera, seca hasta el extremo de las raíces, ya como huesos; se sentía
flotar sobre ella una fiebre de sed, un jadeo, que torturaba a los hombres. Las
nubes oscuras como sombra de árbol se habían ido, se habían perdido tras de los
últimos cerros más altos, se habían ido como el sueño, como el reposo. El día
era ardiente.
La
noche era ardiente, encendida de luces fijas y metálicas.
En
los cerros y en los valles pelados, llenos de grietas como bocas, los hombres
se consumían torpes, obsesionados por el fantasma pulido del agua, mirando
señales, escudriñando anuncios...
Sobre los valles y
cerros, en cada rancho, pasaban y repasaban las mismas palabras:
— Cantó el carraó. Va a
llover...
— ¡No lloverá!
Se lo repetían como
para fortalecerse en la espera infinita.
— Se callaron los
chicharras. Va a llover...
— ¡No lloverá!
La luz y el sol eran de
cal cegadora y asfixiante.
— Si no llueve, Jesuso,
¿qué va a pasar?
Miró
la sombra que se agitaba fatigosa sobre el catre, comprendió su intención de multiplicar
el sufrimiento con las palabras, quiso hablar, pero la somnolencia le tenía tomado
el cuerpo, cerró los ojos y se sintió entrando en el sueño.
Con
la primera luz de la mañana Jesuso salió al conuco y comenzó a recorrerlo a
paso lento. Bajo sus pies descalzos crujían las hojas vidriosas. Miraba a ambos
lados las largas hileras del maizal amarillas y tostadas, los escasos árboles
desnudos y en lo alto de la colina, verde y profundo, un cactus vertical. A
ratos deteníase, tomaba en la mano una vaina de frijol reseca y triturábala con
lentitud haciendo saltar por entre los dedos los granos rugosos y malogrados.
A
medida que subía el sol, la sensación y el calor de aridez eran mayores. No se
veía nube en el cielo de un azul de llama. Jesuso, como todos los días, iba,
sin objeto, porque la siembra estaba ya perdida, recorriendo las veredas del
conuco, en parte por inconsciente costumbre, en parte por descansar de la
hostil murmuración de Usebia.
Todo
lo que dominaba del paisaje, desde la colina, era una sola variedad de amarillo
sediento sobre valles sedientos y estrechos y cerros calvos, en cuyo flanco una
mancha de polvo calcáreo señalaba el camino. No se observaba ningún movimiento
de vida, el viento quieto, la luz fulgurante. Apenas la sombra sí se iba
empequeñeciendo.
Parecía aguardase un
incendio.
Jesuso
marchaba despacio, deteniéndose a ratos como un animal amaestrado, la vista
sobre el suelo, y a ratos conversando consigo mismo.
—
¡Bendito y alabado! ¿Qué va a ser de la pobre gente con esta sequía? Este año
ni una gota de agua y el pasado fue el inviernazo que se pasó de aguado, llovió
más de la cuenta, creció el río, acabó con las vegas, se llevó el puente...
está visto que no hay manera... si llueve, porque llueve... si no llueve,
porque no llueve...
Pasaba
del monólogo a un silencio desierto y a la marcha perezosa, la mirada por tierra,
cuando sin ver sintió algo inusitado, en el fondo de la vereda y alzó los ojos.
Era el cuerpo de un niño. Delgado, menudo, de espaldas, en cuclillas, fijo y
abstraído mirando hacia el suelo.
Jesuso
avanzó sin ruido, y sin que el muchacho lo advirtiera, vino a colocársele por
detrás, dominando con su estatura lo que hacía. Corría por tierra culebreando
un delgado hilo de orina, achatado y turbio de polvo en el extremo, que
arrastraba algunas pajas mínimas. En ese instante, de entre sus dedos mugrientos,
el niño dejaba caer una hormiga.
—
Y se rompió la represa... ya ha venido la corriente... bruum... bruum, y la
gente corriendo... y se llevó la hacienda de tío sapo... y después el hato de
tía tara... y todos los palos grandes... zaaas... bruuuum... ya y ahora tía
hormiga metida en ese aguazón...
Sintió
la mirada, volvióse bruscamente, miró con susto la cara rugosa del viejo y se
alzó entre colérico y vergonzoso. Era fino, elástico, las extremidades largas y
perfectas, el pecho angosto, por entre el dril pardo la piel dorada y sucia, la
cabeza inteligente, móviles los ojos, la nariz vibrante y aguda, la boca
femenina. Lo cubría un viejo sombrero de fieltro, ya humando de uso, plegado
sobre las orejas como bicornio, que contribuía a darle expresión de roedor, de pequeño
animal inquieto y ágil.
Jesuso terminó de
examinarlo en silencio y sonrió.
— ¿De dónde sales,
muchacho?
— De por ahí...
— ¿De dónde?
— De por ahí...
Y extendió con vaguedad
la mano sobre los campos que se alcanzaban.
— ¿Y qué vienes haciendo?
— Caminando.
La impresión de la
respuesta dábale cierto tono autoritario y alto, que extrañó al hombre.
— ¿Cómo te llamas?
— Como me puso el cura.
Jesús
arrugó el gesto, desagradado por la actitud terca y huraña. El niño pareció
advertirlo y compensó las palabras con una expresión confiada y familiar.
— No seas malcriado —comenzó el viejo, pero desarmado por la
gracia bajó a un tono más íntimo— ¿Por qué no contestas?
— ¿Para qué pregunta? —replicó
con candor extraordinario.
—Tú escondes algo. O te has ido de casa de tu
taita.
— No, señor.
Jesuso se rascó la
cabeza y agregó con sorna:
— O te empezaron a
comer las patas y te fuiste, ¿ah, vagabundito?
El
muchacho no respondió, se puso a mecerse sobre los pies, los brazos a la
espalda, chasqueando la lengua contra el paladar.
— ¿Y para dónde vas
ahora?
— ¿Y qué estás
haciendo?
— Lo que usted ve.
— ¡Buena cochinada!
El
viejo Jesuso no halló más que decir, quedaron callados frente a frente, sin que
ninguno de los dos se atreviese a mirarse a los ojos. Al rato, molesto por
aquel silencio y aquella quietud que no hallaba cómo romper, empezó a caminar
lentamente como un animal fantástico, advirtió que lo estaba haciendo y lo
ruborizó pensar que pudiera hacerlo para divertir al niño.
— ¿Vienes? —le preguntó simplemente.
Calladamente
el muchacho se vino siguiéndolo. En llegando a la puerta del rancho halló a Usebia
atareada encendiendo fuego. Soplaba con fuerza sobre un montoncito de maderas
de cajón de papeles amarillos.
— Usebia, mira —llamó
con timidez—, mira lo que ha llegado.
— Ujú —gruñó sin
tornarse, y continuó soplando.
El
viejo tomó al niño y lo colocó ante así, como presentándolo, las dos manos
oscuras y gruesas sobre los hombros finos.
— ¡Mira, pues!
Giró
agria y brusca y quedó frente al grupo, viendo con esfuerzo por los ojos
llorosos de humo.
— ¿Ah?
Una vaga dulzura le
suavizó lentamente la expresión.
— Ajá. ¿Quién es?
Y respondía con sonrisa
a la sonrisa del niño.
— ¿Quién eres?
— Pierdes tu tiempo en
preguntarle, porque este sinvergüenza no contesta.
Quedó
un rato viéndolo, respirando su aire, sonriéndole, pareciendo comprender algo
que se escapaba a Jesuso. Luego muy despacio se fue a un rincón, hurgó en el
fondo de una bolsa de tela roja y sacó una galleta amarilla, pulida como metal
de dura y vieja. La dio al niño y mientras éste mascaba con dificultad la vieja
pasta, continúo contemplándolos, a él y al viejo alternativamente, con aire de
asombro, casi de angustia.
Parecía buscar
dificultosamente un fino y perdido hilo de recuerdo.
— ¿Te acuerdas, Jesuso,
de Cacique? El pobre.
La imagen del viejo
perro fiel desfiló por sus memorias. Una compungida emoción los acercaba.
— Ca-ci-que...
—dijo el viejo como comprendiendo a deletrear.
El niño volvió la
cabeza y lo miró con su mirada entera y pura.
Miró a su mujer y sonrieron
ambos tímidos y sorprendidos.
A
medida que el día se hacía grande y profundo, la luz situaba la imagen del
muchacho dentro del cuadro familiar y pequeño del rancho. El color de la piel
enriquecía el tono moreno de la tierra pisada, y en los ojos la sombra fresca
estaba viva y ardiente. Poco a poco las cosas iban dejando sitio y
organizándose para su presencia. Ya la mano corría fácil sobre la lustrosa
madera de la mesa, el pie hallaba el desnivel del umbral, el cuerpo se amoldaba
exacto al butaque de cuero y los movimientos cabían con gracia en el espacio
que los esperaba.
Jesuso,
entre alegre y nervioso, había salido de nuevo al campo y Usebia se atareaba, procurando
evadirse de la soledad frente al ser nuevo. Removía la olla sobre el fuego, iba
y venía buscando ingredientes para la comida, y a ratos, mientras le volvía la
espalda, miraba de reojo al niño.
Desde
dónde lo vislumbraba quieto, con las manos entre las piernas, la cabeza doblada
mirando los pies golpear el suelo, comenzó a llegarle un silbido menudo y libre
que no recordaba música.
Al rato preguntó casi
sin dirigirse a él:
— ¿Quién el grillo que
chilla?
Creyó haber hablado muy
suave, porque no recibió respuesta sino el silbido, ahora más alegre y parecido
a la brusca exaltación del canto de los pájaros.
— ¡Cacique! —insinuó
casi con vergüenza— ¡Cacique!
Mucho gusto le produjo
el oír el ¡ah!, del niño.
— ¿Cómo que te está
gustando el nombre?
Una pausa y añadió:
— Yo me llamo Usebia.
Oyó como un eco
apagado:
— Velita
de sebo...
Sonrió entre
sorprendida y disgustada.
— ¿Cómo que te gusta
poner nombres?
— Usted fue quien me lo
puso a mí.
— Verdad es.
Iba
a preguntarle si estaba contento, pero la dura costra que la vida solitaria
había acumulado sobre sus sentimientos le hacía difícil, casi dolorosa, la expresión.
Tornó a callar y a moverse mecánicamente en una imaginaria tarea, eludiendo,
los impulsos que la hacían comunicativa y abierta. El niño recomenzó el
silbido.
La
luz crecía, haciendo más pesado el silencio. Hubiera querido comenzar a hablar disparatadamente
de todo cuanto le pasaba por la cabeza, o huir a la soledad para hallarse de
nuevo consigo misma. Soportó callada aquél vértigo interior hasta el límite de
la tortura, y cuando se sorprendió hablando ya no se sentía ella, sino algo que
fluía como la sangre de una vena rota.
— Tú vas a ver cómo
todo cambiará ahora, Cacique. Ya yo no podía aguantar más a Jesuso...
La
visión del viejo oscuro, callado, seco, pasó entre las palabras. Le pareció que
el muchacho había dicho "lechuzo", y sonrió con torpeza, no sabiendo
si era la resonancia de sus propias palabras.
—
... no sé cómo lo he aguantado por toda la vida. Siempre ha sido malo y
mentiroso. Sin ocuparse de mí...
El
sabor de la vida amarga y dura se concentraba en el recuerdo de su hombre,
cargándolo con las culpas que no podía aceptar.
—
... ni el trabajo del campo lo sabe con tantos años. Otros hubieran salido de
abajo y nosotros para atrás y para atrás. Y ahora este año, Cacique...
Se
interrumpió suspirando y continuó con firmeza y la voz alzada, como si quisiera
que la oyese alguien más lejos:
— ... no ha venido el
agua. El verano se ha quedado viejo quemándolo todo. ¡No ha caído ni una gota!
La
voz cálida en el aire tórrido trajo un ansia de frescura imperiosa, una
angustia de ser. El resplandor de la colina tostada, las hojas secas, de la
tierra agrietada, se hizo presente como otro cuerpo y alejó las demás
preocupaciones.
Guardó silencio algún
tiempo y luego concluyó con voz dolorosa:
— Cacique, coge esa
lata y baja a la quebrada a buscar agua.
Miraba
a Eusebia atarearse en los preparativos del almuerzo y sentía un contento
íntimo como si se preparara una ceremonia extraordinaria, como si acaso acabara
de descubrir el carácter religioso del alimento. Todas las cosas usuales se
habían endomingado, se veían más hermosas, parecían vivir por primera vez.
— ¿Está buena la
comida, Usebia?
La respuesta fue
extraordinaria como la pregunta.
— Está buena, viejo.
El
niño estaba afuera, pero su presencia llegaba hasta ellos de un modo
imperceptible y eficaz. La imagen del pequeño rostro agudo y huroneante, les
provocaba asociaciones de ideas nuevas. Pensaban con ternura en objetos que
antes nunca habían tenido importancia. Alpargaticas menudas, pequeños caballos
de madera, carritos hechos con ruedas de limón, metras de vidrio irisado.
El
gozo mutuo y callado los unía y hermoseaba. También ambos parecían acabar de conocerse,
y tener sueños para la vida venidera. Estaban hermosos hasta sus nombres y se complacían
en decirlo solamente.
— Jesuso...
— Usebia...
Ya el tiempo no era un
desesperado aguardar, sino una cosa ligera, como fuente que brotaba. Cuando
estuvo lista la mesa, el viejo se levantó, atravesó la puerta y fue a llamar al
niño que jugaba afuera, echado por tierra, con una cerbatana.
— ¡Cacique, vente a
comer!
El
niño no lo oía, abstraído en la contemplación del insecto verde y fino como el
nervio de una hoja. Con los ojos pegados a la tierra, la veía crecida como si
fuese de su mismo tamaño, como un gran animal terrible y monstruoso. La
cerbatana se movía apena, girando sobre sus patas, entre la voz del muchacho,
que canturreaba interminablemente:
— "Cerbatana,
cerbatanita, ¿de qué tamaño es tu conuquito?
El
insecto abría acompasadamente las dos patas delanteras, como mensurando
vagamente. La cantinela continuaba acompañando el movimiento de la cerbatana, y
el niño iba viendo cada vez más diferente e inesperado el aspecto de la
bestezuela, hasta hacerla irreconocible en su imaginación.
— Cacique,
vente a comer.
Volvió
la cara y se alzó con fatiga, como si regresase de un largo viaje. Penetró tras
el viejo en el rancho lleno de humo. Usebia servía el almuerzo en platos de peltre
desportillados. En el centro de la mesa se destacaba blanco el pan de maíz,
frío y rugoso.
Contra
su costumbre que era estarse lo más del día vagando por las siembras y laderas,
Jesuso regresó al rancho poco después del almuerzo. Cuando volvía a las horas
habituales, le era fácil repetir gestos consuetudinarios, decir las frases
acostumbradas y hallar el sitio exacto en que su presencia aparecía como un
fruto natural de la hora, pero aquel regreso inusitado representaba una tan
formidable alteración del curso de su vida, que entró como avergonzado y
comprendió que Usebia debía estar llena de sorpresa.
Sin mirarla de frente,
se fue al chinchorro y echóse a lo largo. Oyó sin extrañeza como lo interpelaba.
— ¡Ajá! ¿Cómo que
arreció la flojera?
Buscó una excusa.
— ¿Y qué voy a hacer en
ese cerro achicharrado?
Al rato volvió la voz
de Usebia, ya dócil y con más simpatía.
— ¡Tanta falta que hace
el agua! Si acabara de venir un buen aguacero, largo y bueno. ¡Santo Dios!
— La calor es mucha y
el cielo purito. No se mira venir agua de ningún lado.
— Pero si lloviera se
podría hacer otra siembra.
— Sí, se podría.
— Y daría más plata,
porque se ha secado mucho conuco.
— Sí, daría.
— Con un solo aguacero,
se pondría verdecita toda esa falda.
—
Y con esa plata podríamos comprarnos un burro, que nos hace mucha falta. Y unos
camisones para ti, Usebia.
La corriente ternura
brotó inesperadamente y con su milagro hizo sonreír a los viejos.
— Y para ti, Jesuso,
una buena cobija que no se pase.
Y casi en coro los dos:
— ¿Y para Cacique?
— Lo llevaremos al
pueblo para que coja lo que le guste.
La
luz que entraba por la puerta del rancho se iba haciendo tenue, difusa, oscura,
como si la hora avanzase y sin embargo no parecía haber pasado tanto tiempo
desde el almuerzo. Llegaba la brisa teñida de humedad, que hacía más grato el
encierro de la habitación. Todo el mediodía lo había pasado casi en silencio,
diciendo sólo, muy de tiempo en tiempo, algunas palabras vagas y banales por
las que secretamente y de modo basto asomaba un estado de alma nuevo, una
especie de calma, de paz, de cansancio feliz.
— Ahorita está oscuro —dijo
Usebia, mirando el color ceniciento que llegaba a la puerta.
— Ahorita —asintió
distraídamente el viejo.
E inesperadamente
agregó:
—
¿Y qué se ha hecho Cacique en toda la tarde?... Se habrá quedado por el conuco
jugando con los animales que encuentra. Con cuanto bicho mira, se para y se
pone a conversar como si fuera gente.
Y
más luego añadió, después de haber dejado desfilar lentamente por su cabeza
todas las imágenes que suscitaban sus palabras dichas:
— ... y lo voy a
buscar, pues.
Alzóse
del chinchorro, con pereza y llegó a la puerta. Todo el amarillo de la colina
seca se había tornado violeta bajo la luz de gruesos nubarrones negros que
cubrían el cielo. Una brisa aguda agitaba todas las hojas tostadas y
chirriantes.
— Mira, Usebia —llamó.
Vino la vieja al umbral
preguntando:
— ¿Cacique está ahí?
— ¡No! Mira el cielo
negrito, negrito.
—Ya así se ha puesto otras veces y no ha sido
agua.
Ella
se quedó enmarcada en la puerta y él salió al raso, hizo hueco con las manos y
lanzó un grito lento y espacioso:
— ¡Cacique!
¡Caciiiiique!
—
La voz se fue con la brisa, mezclada al ruido de las hojas, al hervor de mil
ruidos menudos que como burbujas rodeaban la colina.
Jesuso comenzó a andar
por la vereda más ancha del conuco.
En
la primera vuelta vio de reojo a Usebia, inmóvil, incrustada en las cuatro
líneas del umbral, y la perdió siguiendo las sinuosidades. Cruzaba un ruido de
bestezuelas veloces por la hojarasca caída y se oía el escalofriante vuelo de
las palomitas pardas sobre el ancho fondo del viento inmenso que pasaba pesadamente.
Por la luz y el aire penetraba una frialdad de agua. Sin sentirlo, estaba como
ausente y metido por otras veredas más torcidas y complicadas que las del
conuco, más oscuras y misteriosas. Caminaba mecánicamente, cambiando de velocidad,
deteniéndose y hallándose de pronto parado en otro sitio. Suavemente las cosas
iban desdibujándose y haciéndose grises y mudables, como de sustancia de agua.
A ratos parecía a
Jesuso ver el cuerpecito del niño en cuclillas entre los tallos del maíz, y llamaba
rápido:
—
"Cacique" —pero pronto la brisa y la sombra deshacían el dibujo y
formaban otra figura
irreconocible.
Las
nubes mucho más hondas y bajas aumentaban por segundos la oscuridad. Iba a
media falda de la colina y ya los árboles altos parecían columnas de humo
deshaciéndose en la atmósfera oscura. Ya no se fiaba de los ojos, porque todas
las formas eran sombras indistintas, sino que a ratos se paraba y prestaba oído
a los rumores que pasaban.
— ¡Cacique!
Hervía una sustancia de
murmullos, de ecos, de crujidos, resonante y vasta.
Había distinguido clara
su voz entre la zarabanda de ruidos menudos y dispersos que arrastraba el
viento.
— Cerbatana,
cerbatanita...
Era
eso, eran sílabas, eran palabras de su voz infantil y no el eco de un guijarro
que rodaba, y no algún canto de pájaro desfigurado en la distancia, ni siquiera
su propio grito que regresaba decrecido y delgado.
— Cerbatana,
cerbatanita...
Entre
el humo vago que le llenaba la cabeza, una angustia fría y aguda lo hostigaba acelerando
sus pasos y precipitándolo locamente. Entró en cuclillas, a ratos a cuatro
patas, hurgando febril entre los tallos del maíz, y parándose continuamente a
oír su propia respiración, casi sintiéndose él mismo, perdido y llamado.
— ¡Cacique!
¡Caciiiique!
Había
ido dando vueltas entre gritos y jadeos, extraviado y sólo ahora advertía que
iba de nuevo subiendo la colina. Con la sombra, la velocidad de la sangre y la
angustia de la búsqueda inútil, ya no reconocía en sí mismo el manso viejo
habitual, sino un animal extraño presa de un impulso de la naturaleza. No veía
en la colina los familiares contornos, sino como un crecimiento y una
deformación inopinados que se la hacían ajena y poblada de ruidos y movimientos
desconocidos. El aire estaba espeso e irrespirable, el sudor le corría copioso
y él giraba y corría siempre aguijoneado por la angustia.
— ¡Cacique!
Ya
era una cosa de vida o muerte. Hallar algo desmedido que saldría de aquella
áspera soledad torturadora. Su propio grito ronco parecía llamarlo hacia mil rumbos
distintos, dónde algo de la noche aplastante lo esperaba. Era agonía. Era sed.
Un olor de surco recién removido flotaba ahora a ras de tierra, olor de hoja
tierna triturada. Ya irreconocible, como las demás formas, el rostro del niño
se deshacía en la tiniebla gruesa, ya no le miraba aspecto humano, a ratos no
le recordaba la fisonomía, ni el timbre, ni recordaba su silueta.
— ¡Cacique!
Una
gruesa gota fresca estalló sobre su frente sudorosa. Alzó la cara y otra le
cayó sobre los labios partidos, y otras en las manos terrosas.
— ¡Cacique!
Y otras frías en el
pecho grasiento de sudor, y otras en los ojos turbios, que se empañaron.
— ¡Cacique! ¡Cacique!
¡Cacique!...
Ya el contacto frío le
acariciaba toda la piel, le adhería las ropas, le corría por los miembros lasos.
Un
gran ruido compacto se alzaba de toda la hojarasca y ahogaba su voz. Olía
profundamente a raíz, a lombriz de tierra, a semilla germinada, a ese olor
ensordecedor de la lluvia.
Ya
no reconocía su propia voz, vuelta en el eco redondo de las gotas. Su boca
callaba como saciada y parecía dormir marchando lentamente, apretando en la
lluvia, calado en ella, acunado por su resonar profundo y vasto. Ya no sabía si
regresaba. Miraba como entre lágrimas al través de los claros flecos del agua
la imagen oscura de Usebia, quieta entre la luz del umbral.
Arturo Uslar Pietri había estudiado primaria y
secundaria en el Colegio Federal de Maracay y en el Liceo San José de Los
Teques. Por su familia, vinculada a los círculos del poder gomecista, pudo
conocer de cerca el complejo entramado de pasiones que lo caracterizaba y
hacerse una temprana idea de la personalidad del último gran caudillo
venezolano. Este conocimiento de primera mano le fue muy útil a la hora de
escribir relatos situados en esta época y, sobre todo, una de sus más notables
novelas, Oficio de difuntos (1976).
En 1924 regresó a
Caracas e ingresó en la Facultad de Derecho de la Universidad Central de
Venezuela. Cuatro años antes había comenzado a publicar sus primeros textos en
la prensa. En Caracas frecuentó asiduamente los círculos literarios, donde
trabó amistad con los escritores Fernando Paz Castillo y Miguel Otero Silva.
Juntos, los tres fundaron en 1928 la revista Válvula, en cuyas páginas encontró
Venezuela un eco de las vanguardias europeas.
Ese mismo año, Uslar
recogió sus primeros cuentos en Barrabás
y otros relatos. Y también estallaron las revueltas estudiantiles contra el
régimen de Gómez que llevarían a la cárcel a muchos jóvenes escritores: Otero
Silva, Antonio Arráiz, Andrés Eloy Blanco, entre otros. Arturo Uslar, hijo
obediente de una notoria familia gomecista, aceptó en cambio el cargo de
agregado civil en la legación de Venezuela en París, ciudad donde permaneció
durante cinco años.
Sin el período
parisino, muy posiblemente su destino literario habría sido otro. La formación
de su sensibilidad e intereses acabó de tomar forma al contacto con escritores
y artistas que conoció, como Paul Valéry, Robert Desnos y André Breton, o
frecuentó, como Ramón Gómez de la Serna, a cuyas tertulias en un cafetín de
Montparnasse solía asistir.
Sobre todo, en París
descubrió que otros latinoamericanos comenzaban a forjar novedosas herramientas
literarias para abarcar con ellas la singularidad histórica y cultural de sus
orígenes. El guatemalteco Miguel Ángel Asturias y el cubano Alejo Carpentier,
con quienes se reunía y conversaba, fueron influencias determinantes en este
terreno, donde acabaría perfilándose lo mejor de la obra de Uslar, y que por lo
pronto dio sus frutos en su primera novela, Las
lanzas coloradas (1931), recreación imaginativa de las guerras de
Independencia venezolanas.
Años después, Uslar
afirmaría que él había inventado el realismo mágico, ya que con la publicación
de esta obra se había adelantado a sus amigos latinoamericanos en París. Que
ello sea cierto o no es un detalle subsidiario; lo importante es que Las lanzas coloradas se sumó a Cubagua, de Enrique Bernardo Núñez otra
novela publicada en ese año de gracia para la novelística venezolana que fue
1931, y que ambas le dieron a los venezolanos que quisieran abordar
imaginativamente los hechos históricos un enfoque novedoso, alejado de los
convencionalismos retóricos y la compulsión hagiográfica habituales en este
género. Y más allá de Venezuela, la publicación de la primera novela de Uslar
"abrió la puerta para lo que sería luego el reconocimiento de la novela
latinoamericana en todo el mundo", en opinión del novelista peruano Mario
Vargas Llosa.
Sin solución de
continuidad, Uslar regresó a una Caracas provinciana y aletargada por la
censura en 1934 y prosiguió su carrera literaria. Publicó artículos y ensayos
de crítica y reflexión sobre asuntos literarios en la revista El Ingenioso
Hidalgo, fundada por él mismo con la ayuda de su primo Alfredo Boulton y los
escritores Julián Padrón y Pedro Sotillo. El 14 de julio de 1936, siete meses
después de la muerte del "Benemérito", publicó en el periódico Ahora,
el que habría de convertirse en su artículo más leído y comentado:
"Sembrar el petróleo". Allí levantaba la voz para pedirle a los
gobernantes de Venezuela que no despilfarraran el oro negro, cuya explotación
había comenzado a hacerse intensiva hacía pocos años, y lo utilizaran para
dotar al país de actividades capaces de garantizar el sustento de sus
habitantes.
Por lo demás, durante
estos años y hasta el derrocamiento del gobierno de Medina Angarita, en 1945,
Uslar desplegó todos sus esfuerzos en el terreno de la política, bien
participando directamente en el gobierno y presentándose ante los electores,
bien ejerciendo su influencia en la opinión pública. Desde los inicios del
diario El Nacional, en 1943, fue uno de sus más constantes articulistas.
Los títulos mismos que
dio a su columna en este medio "Pizarrón" así como posteriormente a
los programas televisivos que dirigió y presentó ("Valores Humanos" y
"Cuéntame a Venezuela") delatan su inmenso afán didáctico.
Paralelamente a sus actividades políticas, periodísticas y estrictamente
literarias, Uslar ocupó diversas cátedras universitarias: las de Economía
Política (1937-1941) y Literatura Venezolana (1948) en la Universidad Central
de Venezuela y la de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Columbia,
en Nueva York (1947).
De 1945 a 1950 marchó
al exilio a Nueva York. Por supuesto, aprovechó su estancia en Estados Unidos
para dedicarse más a fondo a su obra literaria, y publicó la novela El camino
de El Dorado (1947), el libro de cuentos Treinta hombres y sus sombras (1949) y
los ensayos Sumario de economía venezolana y Letras y hombres de Venezuela,
ambos en 1948. Pero Uslar no perdonó nunca el golpe de mano contra el gobierno
de Medina Angarita perpetrado por la junta cívico-militar encabezada por Rómulo
Betancourt y los "adecos".
Ello explica en buena
medida su actitud siempre crítica y distante con el poder durante el largo
período de la IV República (1958-1998). Durante este período aceptó sólo un
cargo oficial, el de representante de Venezuela ante la Unesco, en París, a
mediados de la década de 1970. En 1983, cuando estalló la crisis del
endeudamiento y se puso de manifiesto por primera vez la hondura del quebranto
económico del país, no se mordió la lengua para señalar una de sus raíces más
profundas: "Venezuela está cansada del viejo y podrido disco de las
promesas populistas con las que nunca ha podido salir adelante. El populismo
es, en una proporción inmensa, el causante de todos los resultados negativos
que hemos confrontado en estos años".
El prestigio de Uslar
Pietri en Venezuela era enorme. Sus opiniones sobre cualquier asunto eran
esperadas y, en algunos casos, temidas. Mucho antes de entrar en la vejez, vio
como sus obras ingresaban en los planes de estudio de colegios y liceos. Todo
venezolano nacido en la década de 1950 ha tenido forzosamente que leer alguna
página de este escritor. Aguardó en vano el galardón que más codiciaba: el
Premio Cervantes. Pero ningún otro escritor venezolano obtuvo como él tantos
premios y galardones por su obra narrativa, incluido el premio de novela más
prestigioso del ámbito hispánico, el Rómulo Gallegos, y ha sido el único
venezolano en recibirlo.
El fallo del jurado del
Príncipe de Asturias, que le fue otorgado en 1990 por la novela La visita en el tiempo, reconoce en él
al "creador de la novela histórica moderna en Hispanoamérica, cuya
incesante y fructífera actividad literaria ha contribuido señeramente a
vivificar nuestra lengua común, iluminar la imaginación del Nuevo Mundo y
enriquecer la continuidad cultural de las Américas". Uno de los miembros
del jurado, el novelista mexicano Carlos Fuentes, considera que Uslar ha
forjado "una concepción moderna de la novela, ofreciendo las sombras y las
luces del proceso histórico", y que es el precursor de una concepción de
la literatura en la que se reconocen otros autores, como el colombiano Gabriel
García Márquez.
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